Karl Marx
Pensador socialista y activista revolucionario
de origen alemán (Tréveris, Prusia occidental, 1818 - Londres, 1883).
Karl Marx procedía de una familia judía de clase media (su padre era un
abogado convertido recientemente al luteranismo). Estudió en las
universidades de Bonn, Berlín y Jena, doctorándose en Filosofía por esta
última en 1841.
Desde esa época, el pensamiento de
Marx quedaría asentado sobre la dialéctica de Hegel, si bien sustituyó
el idealismo de éste por una concepción materialista, según la cual las
fuerzas económicas constituyen la infraestructura que determina en
última instancia los fenómenos «superestructurales» del orden social,
político y cultural.
En 1843 se casó con Jenny von Westphalen, cuyo padre
inició a Marx en el interés por las doctrinas racionalistas de la
Revolución francesa y por los primeros pensadores socialistas.
Convertido en un demócrata radical, Marx trabajó algún tiempo como
profesor y periodista; pero sus ideas políticas le obligaron a dejar
Alemania e instalarse en París (1843).
Por entonces
estableció una duradera amistad con Friedrich Engels, que se plasmaría
en la estrecha colaboración intelectual y política de ambos. Fue
expulsado de Francia en 1845 y se refugió en Bruselas; por fin, tras una
breve estancia en Colonia para apoyar las tendencias radicales
presentes en la Revolución alemana de 1848, pasó a llevar una vida más
estable en Londres, en donde desarrolló desde 1849 la mayor parte de su
obra escrita. Su dedicación a la causa del socialismo le hizo sufrir
grandes dificultades materiales, superadas gracias a la ayuda económica
de Engels.
Marx partió de la crítica a los
socialistas anteriores, a los que calificó de «utópicos», si bien tomó
de ellos muchos elementos de su pensamiento (de autores como
Saint-Simon, Owen o Fourier); tales pensadores se habían limitado a
imaginar cómo podría ser la sociedad perfecta del futuro y a esperar que
su implantación resultara del convencimiento general y del ejemplo de
unas pocas comunidades modélicas.
Por el contrario,
Marx y Engels pretendían hacer un «socialismo científico», basado en la
crítica sistemática del orden establecido y el descubrimiento de las
leyes objetivas que conducirían a su superación; la fuerza de la
Revolución (y no el convencimiento pacífico ni las reformas graduales)
serían la forma de acabar con la civilización burguesa.
En
1848, a petición de una Liga revolucionaria clandestina formada por
emigrantes alemanes, Marx y Engels plasmaron tales ideas en el Manifiesto Comunista, un panfleto de retórica incendiaria situado en el contexto de las revoluciones europeas de 1848.
Posteriormente,
durante su estancia en Inglaterra, Marx profundizó en el estudio de la
economía política clásica y, apoyándose fundamentalmente en el modelo de
David Ricardo, construyó su propia doctrina económica, que plasmó en El Capital; de
esa obra monumental sólo llegó a publicar el primer volumen (1867),
mientras que los dos restantes los editaría después de su muerte su
amigo Engels, poniendo en orden los manuscritos preparados por Marx.
Partiendo
de la doctrina clásica, según la cual sólo el trabajo humano produce
valor, Marx denunció la explotación patente en la extracción de la plusvalía, es
decir, la parte del trabajo no pagada al obrero y apropiada por el
capitalista, de donde surge la acumulación del capital. Criticó hasta el
extremo la esencia injusta, ilegítima y violenta del sistema económico
capitalista, en el que veía la base de la dominación de clase que
ejercía la burguesía.
Sin embargo, su análisis
aseguraba que el capitalismo tenía carácter histórico, como cualquier
otro sistema, y no respondía a un orden natural inmutable como habían
pretendido los clásicos: igual que había surgido de un proceso histórico
por el que sustituyó al feudalismo, el capitalismo estaba abocado a
hundirse por sus propias contradicciones internas, dejando paso al
socialismo. La tendencia inevitable al descenso de las tasas de ganancia
se iría reflejando en crisis periódicas de intensidad creciente hasta
llegar al virtual derrumbamiento de la sociedad burguesa; para entonces,
la lógica del sistema habría polarizado a la sociedad en dos clases
contrapuestas por intereses irreconciliables, de tal modo que las masas
proletarizadas, conscientes de su explotación, acabarían protagonizando
la Revolución que daría paso al socialismo.
En otras
obras suyas, Marx completó esta base económica de su razonamiento con
otras reflexiones de carácter histórico y político: precisó la lógica de
lucha de clases que, en su opinión, subyace en toda la historia de la
humanidad y que hace que ésta avance a saltos dialécticos, resultado del
choque revolucionario entre explotadores y explotados, como trasunto de
la contradicción inevitable entre el desarrollo de las fuerzas
productivas y el encorsetamiento al que las someten las relaciones
sociales de producción.
También indicó Marx el
sentido de la Revolución socialista que esperaba, como emancipación
definitiva y global del hombre (al abolir la propiedad privada de los
medios de producción, que era la causa de la alienación de los
trabajadores), completando la emancipación meramente jurídica y política
realizada por la Revolución burguesa (que identificaba con el modelo
francés); sobre esa base, apuntaba hacia un futuro socialista entendido
como realización plena de las ideas de libertad, igualdad y fraternidad,
como fruto de una auténtica democracia; la «dictadura del proletariado»
tendría un carácter meramente instrumental y transitorio, pues el
objetivo no era el reforzamiento del poder estatal con la
nacionalización de los medios de producción, sino el paso -tan pronto
como fuera posible- a la fase comunista en la que, desaparecidas las
contradicciones de clase, ya no sería necesario el poder coercitivo del
Estado.
Marx fue, además, un incansable activista de la
Revolución obrera. Tras su militancia en la diminuta Liga de los
Comunistas (disuelta en 1852), se movió en los ambientes de los
conspiradores revolucionarios exiliados, hasta que, en 1864, la creación
de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) le dio la
oportunidad de impregnar al movimiento obrero mundial de sus ideas
socialistas. Gran parte de sus energías las absorbió la lucha, en el
seno de aquella primera Internacional, contra el moderado sindicalismo
de los obreros británicos y contra las tendencias anarquistas
continentales representadas por Proudhon y Bakunin. Marx triunfó e
impuso su doctrina como línea oficial de la Internacional, si bien ésta
acabaría por hundirse como efecto combinado de las divisiones internas y
de la represión desatada por los gobiernos europeos a raíz de la
revolución de la Comuna de París (1870).
Retirado
desde entonces de la actividad política, Marx siguió ejerciendo su
influencia a través de sus discípulos alemanes (como Bebel o
Liebknecht); éstos crearon en 1875 el Partido Socialdemócrata Alemán,
grupo dominante de la segunda Internacional que, bajo inspiración
decididamente marxista, se fundó en 1889.
Muerto ya
Marx, Engels asumió el liderazgo moral de aquel movimiento y la
influencia ideológica de ambos siguió siendo determinante durante un
siglo. Sin embargo, el empeño vital de Marx fue el de criticar el orden
burgués y preparar su destrucción revolucionaria, evitando caer en las
ensoñaciones idealistas de las que acusaba a los visionarios utópicos;
por ello no dijo apenas nada sobre el modo en que debían organizarse el
Estado y la economía socialistas una vez conquistado el poder, dando
lugar a interpretaciones muy diversas entre sus seguidores.
Dichos seguidores se escindieron entre una rama socialdemócrata cada
vez más orientada a la lucha parlamentaria y a la defensa de mejoras
graduales salvaguardando las libertades políticas individuales (Kautsky,
Bernstein, Ebert) y una rama comunista que dio lugar a la Revolución
bolchevique en Rusia y al establecimiento de Estados socialistas con
economía planificada y dictadura de partido único (Lenin, Stalin, Mao).
Tomado de: biografias y vidas
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