por Adrián Mac Liman
Tenemos un nuevo enemigo. El enemigo está en el Sur; es el Islam. Eran palabras de un flamante ministro de defensa de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Una declaración directa, contundente, inequívoca, acorde con la retórica del comandante en jefe de la Alianza Atlántica en el Viejo Continente, quien no dudaba en identificar el integrismo islámico, la inmigración procedente del Norte de África y el terrorismo como factores de inestabilidad en el Mediterráneo.
SOCIOS
Sucedió allá, por la década de 1990, tras la caída del Muro
de Berlín y el desmembramiento del imperio soviético. Occidente buscaba un
contrincante, una amenaza susceptible de sustituir al desarmado oso ruso, la
pesadilla de la Guerra Fría, el fantasma cuyo parte de defunción habían
firmado, tal vez precipitadamente, Washington y Bruselas. Sin embargo, el oso
ruso seguía vivo; sólo había entrado en una larga fase de hibernación.
De todos modos, Occidente optó por centrar sus baterías en
el combate contra el peligro verde (léase, color Islam), descuidando
aparentemente el proceso de decadencia del adversario moscovita.
Pero las apariencias engañan. Mientras a la opinión pública
se le proporcionaba continuamente el serial televisivo Al Qaeda –Bin Laden–
Saddam Hussein –Irán– Estado Islámico, ideado, financiado y promovido por los
poderes fácticos del mundo occidental y sus moderados aliados musulmanes, los
comandos especiales del pensamiento atlantista se dedicaban a colocar cargas
explosivas en Ucrania, Georgia y Moldova, territorios situados en los confines
de Rusia. No se trataba, en realidad, de un trabajo de francotiradores; todo
formaba parte de la operación tenazas, un plan de choque destinado a poner
cerco a la frontera occidental del antiguo imperio de los zares. La progresión
continuó hasta el año 2014, cuando el Gobierno prorruso de Kiev fue derrocado
por las fuerzas democráticas apoyadas por Washington y Berlín. Moscú reaccionó,
enviando tropas al Este de Ucrania. El inesperado movimiento del Kremlin provocó
la ira de la Unión Europea, empeñada en denunciar la flagrante violación del
Derecho internacional. Tres semanas después, la península de Crimea y la ciudad
de Sebastopol proclamaron su independencia de Ucrania y la integración, acto
seguido, a Rusia. ¡El oso se había despertado!
Lo que siguió después es harto conocido: acercamiento de
Moscú a Pekín, reactivación de la alianza BRICS (Brasil, Rusia, India, China y
Sudáfrica), asociación de las principales economías emergentes de Asia, África
y América Latina, cooperación tecnológica y estratégica de Rusia con Irán,
Paquistán y… Turquía. Y abandono progresivo del dólar (y del euro) como moneda
de referencia. Sin olvidar, claro está, la creciente presencia militar rusa en
Siria, así como una serie de maniobras militares, calificadas de ofensivas por
los estrategas de la OTAN. Nosotros no mandamos brigadas de carros de combate a
la frontera con Estados Unidos, replica Vladimir Putin.
Hace meses, advertíamos sobre el inminente reinicio de la
Guerra Fría. Los síntomas no engañan. Recientemente, el rotativo The Washington
Post señalaba que los servicios de inteligencia estadunidenses desvían un 10
por ciento de los fondos destinados a la lucha contra el terrorismo para
recabar información sobre Rusia. Sus prioridades: incrementar el número de
agentes en Europa oriental, vigilar los sistemas de satélite, neutralizar el
espionaje cibernético. De hecho, el tema del espionaje ruso centró la campaña
presidencial de Hillary Clinton y Donald Trump. Con argumentos rocambolescos,
eso sí, dignos de las películas de espías producidas en Hollywood a mediados
del siglo pasado. Una época en la que, recordémoslo, más del 40 por ciento del
personal de los servicios de inteligencia estadunidense se dedicaba a vigilar
al mundo soviético.
Estiman los analistas estadunidenses que en la actualidad la
agencia de información exterior rusa, SVR, heredera de la KGB, cuenta con
alrededor de 150 agentes en Estados Unidos. Los espías rusos están presentes en
Washington, Nueva York, San Francisco y otras grandes urbes. Por su parte, la
Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés) tiene varias
decenas de agentes en Rusia y también menos de un centenar en Europa oriental y
los países bálticos. Pocos, según los medios de comunicación estadunidenses,
para afrontar la arrogancia del oso Putin.
Subsiste el interrogante: ¿espionaje o espionitis? Tal vez
la respuesta sea: Guerra Fría… algo recalentada.
Adrián Mac Liman
Fuente
Contralínea (México)
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